9 de septiembre de 2014

Un billete, por favor.

Voy en el metro, como un día cualquiera a una hora cualquiera. 
Cojo el tren en la primera parada de la línea hasta la última. 
Estoy mirando para abajo porque el paisaje no me entusiasma demasiado, me miro los zapatos negros de cuero, las uñas pintadas de negro y los calcetines por las rodillas.
Al momento se cruzan en mi mirada un par de zapatillas que yo ya había visto antes. Miro hacia arriba y veo a uno de mis profesores de la infancia al que yo admiraba como a ninguno. 
En mi cabeza le estoy hablando y le miro, pero mi cuerpo no se mueve y el parece no haberme visto a pesar de que estoy sentada enfrente. 
En la siguiente parada se baja, y entran tres chicas que fueron mis amigas durante la infancia. De nuevo pasa igual, ellas están a sus cosas y de nuevo, no me ven ni me oyen. 
Estas se quedan unas cuantas paradas más, cuando al tren sube mi ex, mi primer amor, va sola leyendo un libro, y otra vez, para ella no estoy ahí. 
Empiezo a darme cuenta de que sólo soy una sombra. 
Poco a poco el vagón va cambiando de viajeros, unos entran y otros salen continuamente y ante mi no deja de aparecer gente a la que recuerdo, amigos de los que ya no sé nada, ex parejas, una cara que te ha llamado la atención, compañeros de clase, profesores, niños a los que he cuidado, amigos de mis padres, etc. 
Personas que en algún momento de mi vida significaron algo para mi y ahora, una vez desaparecidos, para ellos vuelvo a ser una cara más en el metro. 
Una entre un millón. Las cosas se pierden, y cuando te das cuenta, aish.